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Una mujer disfrazada de ranita de la suerte espera a que se empiecen a cantar los premios de la Lotería de Navidad.

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Una mujer disfrazada de ranita de la suerte espera a que se empiecen a cantar los premios de la Lotería de Navidad. EFE

Jolgorio e ilusión para esperar la suerte

La voz de los niños de San Ildefonso cautivan a las 200 personas que durmieron a las puertas del Teatro Real en busca de vivir en directo la suerte de la Lotería de Navidad

Doménico Chiappe

Madrid

Sábado, 22 de diciembre 2018

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Los primeros en llegar a las puertas del Teatro Real, ayer a las dos de la mañana, están disfrazados. El padre, Jesús Ruiz, de 48 años, tiene un velo blanco en la cabeza, como un jeque; y su hijo, Sergio, de doce años, un sombrero elegante a pesar de la escarcha dorada. Ambos llegaron de Novales anoche. «Llevo dos años siendo el primero en llegar, pero mi viaje empezó hace quince años», dice Jesús que enseña el décimo 00001. «Me lo consigue una señora. Si soy el primero en llegar, por qué no tener el primer billete». Es uno de sus 45 décimos. «Muchos me los regalan». Los que llegaron temprano para asegurarse un asiento en el patio del Teatro Real intercambian miradas, se sientan juntos. Son once hombres, todos con algún tipo de disfraz y distinta procedencia: Cuenca, Soria, Valladolid, Sevilla, Villaverde.

Como ellos, medio millar de personas esperan, desde una hora antes a que empiecen a cantar los niños de San Ildefonso, a que se abran las puertas del Teatro Real. Jóvenes que salen de la discoteca con gorros de Papá Noel, ancianos que aguardan con su décimo empuñado dentro del bolsillo, familias enteras van desde una de las puertas principales hasta la plaza de Ópera, donde un Starbucks ha colonizado la fachada del emblemático templo del canto.

Entre ilusión y jolgorio, esperan a que dejen pasar al patio de butacas, ya ocupado por los guardas de seguridad que custodian el escenario con los bombos, aún vacíos, y la expectación de la España adormilada aún, representados por las cámaras y las luces de los medios de comunicación. Las primeras en entrar son una docena de feministas, de caperuza purpúrea y M y 8 pintadas en las mejillas; unos hombres con bufandas de guirnaldas; la peña de chándal celesta de Parque Goya, y decenas de Santas y árboles de Navidad.

Sentados en sus butacas, los primeros en llegar se acomodan en el patio de butacas. ¿Qué harán con el dinero si ganan El Gordo?, se le pregunta a una pareja con seis décimos en mano. «Compartirlo», contesta ella, y él: «y comprar un coche». En la escena se adelantan los preparativos. En unos minutos, la suerte de la lotería de Navidad se repartirá en España.

El canto del azar

El sonido de las bolas cayendo en la cristalera, paso previo a pasar al bombo, después de la revisión de cada serie de número por parte de los notarios, provoca los aplausos de la sala. «¡Qué bonito!», exclama una señora que hace un vídeo con el móvil. Delante de ella, una mujer de Aragón ha cosido los números que ha comprado en su gorro de Papá

Noel, quizás una cábala familiar: Familia, 90.0000, Setenil, 48.000; Belén y yo, Grupo y así una decena. La caída de las bolas desde la cristalera hacia el bombo despierta nuevas palmas. José llama a sus familiares en Sevilla: «Aquí estamos, viendo cómo caen las bolas al bombo en directo». La segunda tanda de bolitas que caen en la cristalera no despierta tanta emoción pero se reactivan cuando los premios se vierten en el bombo más pequeño.

Aparecen los 31 niños de San Ildefonso, en fila y de elegante traje. Un niño y una niña, los primeros en cantar los premios de 1.000 euros. Ella, de medias amarillas y flor en el pelo negro y lacio, lee los números con exactitud. Él, de mocasines y pajarilla, repite la melodía de «mil euros». Al poco tiempo sale del bombo un quinto premio de 60.000 euros. «Calentito empezamos», dice José. La niña de San Ildefonso rompe a llorar de la emoción cuando el patio de butacas los aclama.

Hay algo místico que el público quiere encarnar en la voz de estos niños. Y la emoción de la gente que espera que le toque el dinero de la lotería, cientos de miles en el mejor de los casos, por cada décimo. El canto del azar, la melodía que todos saben que a alguien le ha tocado. La suerte al alcance de la mano. La fe cuasi religiosa. Y la melodía infantil, entre alegre y lánguida, como una epifanía.

Los números de mil euros adormecen al auditorio, hasta que sale un premio que despierta. Más si son dos casi seguidos y sobre todo si el tercero adjudica 1.250.000 euros, repartido en tres provincias. Un hombre disfrazado de Papa eleva una plegaria y un locutor del palco se pone en pie para transmitir como si narrara la jugada del gol.

Nervios a flor de piel

Toñi y José aguardan agarrados de la mano. No se preocupan en comprobar los resultados de mil euros. No es la suerte que esperan. «Eso, ya después en la casa». Cambio de cantores y breve receso. Aplausos de despedida para los dos niños que sobre todo cantaron premios menores. «El gordo, mejor que salga tarde. Más emoción. El año pasado salió sobre las once», asegura José. A las 9.49 h sale el segundo grupo de cuatro niños. Dos se quedan detrás de los bombos.

En la segunda tanda de los cánticos entonan dos niñas, mayores que los dos iniciales. Otros premios. 6.000 por billete. Alguno muy repartido. La gente revisa su décimo original, otros lo tienen en fotocopia o en foto del móvil. En el teatro están las 200 primeras personas que esperaban desde ayer y se inquietan, hay paseos por el pasillo.

Abandonos breves. La mayoría, sin embargo, no se mueve de su asiento. Los que llegaron de madrugada no pasaron. Sólo alguno que a las diez de la mañana logró que un amigo lo colara. «El número 85, un muchacho que estaba solo, se fue sin decir nada», comenta José. El undécimo en llegar va vestido de guardia real británico y se duerme más de veinticuatro horas después de estar en las puertas del teatro. «Venía con un amigo, que no sé dónde se ha metido. Son muchas horas, llegué a las 8 de la mañana de ayer».

Los de alrededor se ríen cuando un fotógrafo le acerca el zoom a pocos centímetros. «Una siestecita», dice uno. ¿No revisa sus números? «A lo que llegue a casa, lo compruebo en el ordenador». Vueltas del bombo, recambio de niños cantores. Payasos, jeques, vaqueros, travestis se desperezan también con la salida de los niños de la tercera parte. Otra vez, una pareja. Más dinámicos que los anteriores, ambos de gafas, imprimen rapidez. El ritmo se acelera pero la monotonía de los premios pequeños es como ver dar vueltas a una ruleta. Hace más de una hora que no se canta un premio importante. Jesús y Sergio Ruiz se levantan. «Nos vamos». Regresan al pueblo. «Un familiar ha ganado algo».

El Gordo se hace esperar. Aparecen los últimos niños para dar voz a la última tabla. Una de ellas, Aya, canta el gran premio. En el palco de la tercera planta, la madre, Chourouk, con un bebé en brazos, se abanica con la mano, como acalorada. Está rodeada de amigos, uno de ellos ha cantado la lotería en años anteriores. Se escuchan varias lenguas entre los 40 familiares que han visto a sus hijos y hermanos pasar por el escenario. «No había venido a este teatro», dice un familiar de Aya, que es cocinero de una guardería de la Comunidad de Madrid. «Es bonito, esto es emocionante». Aún con la algarabía del Gordo, las dos niñas vuelven a sus lugares, y continúan la melodía de la suerte, ya en la coda final.

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